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China: el largo camino al Tibet

China: el largo camino al Tibet

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Entretenimiento 21 Jul

Leé una nueva crónica del viaje de Pablo Vio, un argentino que inició un viaje por el mundo para encontrarse consigo mismo.

Por Pablo Vio

Estábamos sentados al lado. Un simple apoya brazos separaba su “túnica” naranja de mi flaco y frío cuerpo. Pasamos eternas horas de viaje por la montañosa ruta que une Chengdú (la capital de Sichuan) con Kangding (la ciudad más importante de la prefectura autónoma tibetana también en Sichuan) y el silencio era lo único que se escuchaba en nuestra imaginaria conversación.

Algo en mí se moría de intriga y quería, o mejor dicho deseaba, hablar con ese joven que llevaba con honra su cabeza pelada y que miraba constantemente el rosario budista que colgaba de su cuello. Pero tuvieron que pasar poco más de 5 horas para que mi boca se animara a deslizar esas primeras palabras. Fueron un tímido “ni hao” y un oxidado “do you speak english?”. Pero sirvieron para empezar una atractiva charla que de alguna manera me introdujo al mundo del budismo tibetano, en su forma de pensar, de ver el mundo, su religión, las personas…

Su nombre era Tsaicuo, tenía 28 años y desde los 12 vivía en un monasterio que quedaba cerca de la ciudad de Kangding, a más de 3200 metros de altura. “Mi mamá era muy religiosa y siempre deseó eso. Así que ni bien pudo me llevó al monasterio más cercano de nuestra casa y me dejó a disposición de los monjes”. Ahí vivió, creció y se transformó en ese sensible y algo tímido monje que me acompañó por más de 8 horas en mi primer viaje al Tibet.

i12119-tibet-pablo-vioPero para entender un poco porqué estaba sentado al lado de un monje tibetano en un colectivo destartalado que me mareaba por la curvosa ruta montañosa de la provincia de Sichuan, al este de China, hay que volver el tiempo un poco atrás. No era mi idea principal cuando salí de Buenos Aires a recorrer Asia pasar por el afamado y poco visitado Reino de las Nieves, pero por algún motivo inexplicable al poco tiempo de empezarlo ese destino y la idea de llegar a un lugar que muy pocos logran ver con sus propios ojos se implantó en mi cabeza y se volvió una obsesión. Tenía que ir al Tibet. No sabía ni cómo ni cuándo, pero no existía la posibilidad de que ese lugar pase desapercibido en mi viaje.

Por eso, una vez que llegué a China empecé a averiguar cómo podía hacer para encontrarme con ese lugar de ensueño y sagrado al que muchos aspiran ir y muy pocos logran alcanzar. La respuesta que recibía una y otra vez no hacía más que alimentar mi ilusión y hacerla más y más grande: “llegar al Tibet es muy difícil, casi imposible” me repetían una y otra vez en los diferentes hostels donde fui consultando. Pero mis esperanzas seguían intactas y todo lo que hacía en el gigante asiático tenía como objetivo acercarme a la tierra de los Lamas. No fue hasta que llegué a Chengdú, la ciudad más importante de la provincia de Sichuan y conocida por muchos por ser la vía de escape al Tibet, que encontré una respuesta.

Me costó unas cervezas y se llamaba Claudia Köning. Era dinamarquesa y volvía de un viaje de 15 días en las lejanas tierras del Tibet. Según ella, la mejor experiencia de su vida. Había viajado sola, y al igual que yo, lo tenía como principal objetivo en su viaje a China. Según me explicó esa fría noche en un bar en Chengdú, llegar era mucho más fácil de lo que todos decían. Sólo hacía falta tener las ganas suficientes para pasar muchas horas en oxidados colectivos, caminar kilómetros por la montaña a más de 3 mil metros de altura y dormir, bueno casi no hacerlo…

La mañana siguiente, teniendo anotado paso a paso cómo llegar a la ciudad tibetana de Ganzi, me tomé el primer colectivo con dirección a Kangding, la ciudad más grande que había en esa parte del territorio tibetano. Ahí, en ese viaje, fue que lo conocí a Tsaicuo.

Después de varias idas y vueltas sobre su vida como monje y algunas explicaciones sobre la religión tibetana, Tsaicuo me contó de un lugar de ensueño muy cerca de su ciudad natal. Según él, uno de los más lindos y auténticos de la zona que yo estaba por visitar. Tagong era una pequeña ciudad de menos de 500 habitantes al norte de Kangding y a casi 4 mil metros de altura. Él había pasado varios meses en el monasterio que decora la calle principal de la ciudad y otros varios caminando por las sagradas montañas visitando algunas de las familias nómades que viven ahí.

Me contó de sus frías noches en casas de barro y de calurosas tardes moviendo carpas hechas con cuero de yak, la vaca peluda que pasea por las montañas de China y Nepal. No había palabra que no saliera de su boca que no generara en mí intriga, emoción y algo de miedo. Sus historias narraban la humildad y desesperación de una nación que perdió su origen, su lugar en el mundo y que hoy camina perdido buscando una identidad.

i12121-tibet-pablo-vioSe acordó en uno de sus cuentos que una de las familias con las que había compartido su vida en la montaña estaba interesada en aprender un poco de inglés y conocer gente que viniera del “mundo exterior”. Me preguntó si me gustaría conocerlos, y sacó una hoja de un cuaderno que llevaba en su bolso. Ahí escribió una dirección y un nombre en tibetano y me dijo que le entregue eso al dueño del único guest house en Tagong. Él iba a ayudarme a llegar a la familia e iba a arreglarme un encuentro con Taga, el líder del campamento.

Ya en Kangding, y habiéndome despedido de mi amigo Tsaicuo, busqué la manera de llegar más fácil a Tagong. Había dos maneras de llegar ahí, y ambas requerían algo más que plata: la primera era en un auto particular y tenía la dificultad de convencer a un tibetano que te lleve ahí atravesando caminos llenos de nieve y hielo. El otro era un poco más aventurero y requería más que nada tiempo: una cabalgata de dos días te podía alcanzar hasta el centro de la fría ciudad.

Opté por la primera opción, aunque la tormenta de nieve que cayó esa primera noche que dormí en Kangding no ayudó y complicó mis planes. Después de preguntarle a más de diez personas si estaban dispuestos a llevarme conseguí que un tibetano aventurero de casi 40 años lo hiciera por 80 yuanes, algo así como 10 dólares.

Emprendimos el difícil y peligroso viaje por rutas congeladas y cubiertas de nieve cruzando gran parte de la montaña y subiendo a poco más de 3700 metros de altura. Aunque en muchos momentos nuestra vida parecía correr riesgo por lo resbaladizo que estaba el asfalto, mi felicidad y ansiedad era tal que no había nada, ni el miedo, que pudiera transformar ese momento

Llegamos después de ocho horas, casi el triple de lo que el viaje normal debería durar. Tagong era un pueblo fantasma de casi seis cuadras, con cerca de 500 habitantes y un inmenso templo que decoraba el final de la única calle asfaltada. Colores brillantes decoraban casitas cuadradas hechas de piedra y madera, y banderas rojas, verdes, amarillas y azules con plegarias se flameaban por todos los rincones.

A esa altura la noche empezaba a tomar partido y la falta de electricidad en todo el pueblo no hacía nada fácil mi búsqueda del guest-house que Tsaicuo me había recomendado. Fueron varios minutos de desorientación mezclados con algo de miedo. Estaba literalmente parado en una calle oscura del Tibet donde lo único que me alumbraba era una pequeña e itinerante luz de mi celular. Caminé si rumbo, esperando que alguien o algo me guíe y me ayude en esa desesperante búsqueda.

Pregunté a varios caminantes si sabían dónde podía encontrar un lugar para dormir, pero ya ni mi poco chino podía ayudarme. El tibetano era una lengua completamente diferente y hacía que mi paradero en Tagong se hiciera más y más complicado.

Caminé por la calle asfaltada hasta encontrar el templo. La luna ya había ganado la batalla con el sol, y su reflejo se hacía eterno en una campana que decoraba el monasterio. Miré al cielo, respiré profundo y me dediqué a contemplar a dónde había llegado. Había alcanzado gran parte mi objetivo, y como un regalo del cielo me había llegado la oportunidad de visitar una familia nómade en el medio de las montañas tibetanas. No había nada que podía hacer que esa noche fuera mala…

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El guest-house del que Tsaicuo me habló estaba muy cerca del monasterio y sin perder mucho tiempo, y esperando que el frío no se hiciera insoportable, entré en búsqueda de una cama para pasar la noche.

Me recibió el dueño del guest-house, un joven del que me había hablado Tsaicuo. Le di el papel que me dio el monje, le conté de nuestro encuentro en un colectivo y de la posibilidad de conocer a una de las familias nómades. En pocos minutos me había dibujado una ruta en un mapa de la montaña y una carta con la que Taga seguro me iba a recibir y alojar en su pequeña casa de barro.

La mañana siguiente emprendí el duro viaje a la montaña. El frío se hacía notar aunque la nieve por suerte había frenado y el cielo por fin se había aclarado. Seguí paso a paso el mapa que el dueño del guest-house me había dibujado y caminé. Caminé largas horas, subiendo y bajando, cruzando ríos y refugiándome de duros vientos en árboles que apenas podían mantenerse en pie.

Cuando el sol empezó a ponerse y mi caminata se hizo más rápido. Disfrutaba de cada paso, pero desencontrarme en la noche no era algo que me hiciera mucha gracia y mucho menos de lo que podría sobrevivir sin siquiera un celular para guiarme. Fue en ese momento, en el de mayor desesperación, que apareció un caballo de la nada. Un caballo guiado por un hombre de piel oscura, con pelo largo, collares por todo su cuerpo y un sobrero al mejor estilo cowboy. Era Taga y estaba preparándose para una última cabalgata antes de refugiarse en su escondite en la montaña.

Se frenó mirándome y sorprendiéndose por la presencia de un completo desconocido en el medio de su territorio, de su casa. Le expliqué con señas y algo de inglés –como Tsaicuo me había dicho, habían intentado aprender inglés juntos así que algo sabía… Me entendió, o eso pareció hacer una vez que bajó de su caballo y se sacó el sombrero en una especie de gesto de bienvenida. Le extendí mi mano con la sonrisa más grande del mundo, esas que van de oreja a oreja y te delatan a kilómetros de distancia. Le di la carta que me habían preparado en el guest-house, y sin perder mucho tiempo me invitó a subirse a su caballo.

Cabalgamos una media hora por la montaña oscura sin hablar. Sin un destino claro, sin saber a dónde ir –o por lo menos eso era lo que yo creía. Pero no había nada que me importara menos en ese momento, no existía nada que podía arruinar ese momento, esa cabalgata por el Tibet.

Frenamos en su pequeña casa de barro donde me invitó a pasar y me presentó a su familia. Su mujer me abrazó, y sus dos hijos cuando perdieron la timidez me tomaron como un hermano más. Esa noche comimos como si fuese el mismísimo banquete de un rey. Buscaron lo mejor que tenían para mí y me dieron de probar su famosa carne de yak en una especie de guiso. Compartimos tazas de té y entre señas y risas pasamos una noche larga conociéndonos. Mezclándonos. Aprendiendo.

Cuando la noche empezó a enfriarse me ofrecieron una manta y un lugar en el piso para dormir. Y aunque soy un amante de las camas grandes y los colchones esponjosos, en ese momento no había lugar más perfecto para dormir.

Esa noche dormí como un bebé, con la promesa de a la mañana siguiente salir a recorrer la montaña con Taga a caballo y llevar a sus yaks a pastear. La simple idea de pasar mi día en el verdadero Tibet era más que emocionante y mis ojos se cerraron imaginando esa cabalgata de ensueño que iba a hacer en pocas horas.

Me despertaron un vaso con yogurt de yak y un té para darle algo de calor a mi cuerpo. Mientras yo desayunaba ese fuerte y algo extraño yogurt, ellos rezaban y empezaban la mañana con algunas ofrendas. La mujer de Taga se paseaba con sus collares coloridos por la casa mientras los chicos corrían de lado a lado buscando acaparar mi atención.

Taga aprovechó sus minutos libres para preparar los caballos y cuando todo estuvo listo salimos a recorrer la sagrada montaña Zhara Lhaste y llevamos a pastear a sus más de 50 yaks por los enormes campos libres que se desplegaban cerca de su casa. Y ahí estábamos los dos. Sin decir muchas palabras. Sin hablar el mismo idioma. Pero entendiéndonos poco a poco…

Fueron varias horas de cabalgar y caminar, de hablar –aunque fuera con señas- y aprender. Su hambre de conocimiento era enorme y hacía que la mía se agrandara minuto a minuto. Sus preguntas sobre mi familia, Argentina –lugar que no conocía ni sabía de su existencia- y mis costumbres se hacían más y más interesantes para mí y me hacían dar cuenta de las grandes diferencias que nos separaban y cuán fácil esas barreras se podían romper. De que nuestras costumbres y nuestra cultura, en algún momento y de alguna manera, podían ser parecidas –como podía ser la de comer un guiso en familia. Me hizo dar cuenta que no importaba donde estaba ni con quién, porque hasta en un lugar tan remoto como el Tibet podía encontrar a alguien que sin pedir mucho se podía transformar en un nuevo amigo. Un compañero por un rato. Mi hermano tibetano.

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