Como parte de una búsqueda personal, el argentino Pablo Vio emprendió un viaje por el mundo a los 24 años que implicó dejar muchas cosas, entre ellas su trabajo de periodista, que en realidad no dejó del todo, ya que fue escribiendo relatos de sus experiencias en un blog. En esta ocasión nos cuenta acerca de su experiencia con la ‘teoría del 50%’.
Lo conocí de casualidad. Quizás por una de esas casualidades del destino o simplemente porque apareció ahí, en la cocina del Ace Inn de Tokyo, un hostel capsula ubicado en una zona muy céntrica de Tokyo. Yo estaba tomando una cerveza pensando qué hacer de mi noche. Las opciones no eran muchas: o me arriesgaba solo y salía a ver qué me deparaba la reconocida noche de Shinjuku, o guardaba mis energías para el viernes y buscaba una opción menos aventurada. Entre tanto dilema y poca respuesta lo encontré a él, uno de esos personajes que hacen que tu vida sea más entretenida aunque sea por unos instantes.
Tenía puesta una camisa blanca que resaltaba con su color de piel negro. Miraba su tablet como si nada en el mundo fuera mejor que esos 15 centímetros de pantalla táctil y sonreía cada vez que un sonido extraño se escapaba de los parlantes de su “surface”. Yo abrí mi cerveza, como si nada más importara en ese momento que la fría sensación de la malta japonesa bajar por mi garganta. Él miró, seguramente esperando que yo le ofrezca aunque sea un trago de mi refrescante y económica Sapporo.
Dudé varios segundos hasta que por lo menos me animé a preguntarle si quería una de las cervezas que había comprado. Para mi sorpresa sonrío y me dijo que venía de muchos días de resaca y que prefería no tomar nada por unos días… No entendí muy bien a qué se refería en ese momento pero opte por respetarlo.
Esas primeras palabras sirvieron para que poco a poco me introduzca en la “teoría del 50%”, la teoría que me hace ahora escribir, a las tres de la mañana de un viernes en Kyoto, sobre porcentajes, estadísticas y números que estoy muy lejos de comprender.
Después de ofrecerle la cerveza empecé a preguntarle las clásicos 5 preguntas que todo viajero tiene que hacer cuando conoce a una persona: ¿Cómo te llamas? ¿De dónde sos? ¿Cuántos años tenés? ¿Qué hacés acá? Y ¿Hasta cuándo te quedas? –a veces, si la conversación se torna fluída uno pueda averiguar los próximos destinos de la persona, qué quiere hacer de su vida y cuándo planea volver a su país… Pero eso sólo si se genera una mínima confianza después de las primeras 5 preguntas.
Era yanqui. Uno de esos que se sienten realmente orgullosos de autoproclamarse “América” –como si fuesen el único país del continente- y que no dudan en destacar los beneficios de vivir en el “primer mundo”. Empezó contándome de su vida en California, en San Francisco para ser más exacto. La comida, los deportes, las mujeres, lo abiertos que son en esa parte de Estados Unidos y, como era de esperarse, la gran noche que tiene en esa parte del continente. Según él, “porque tienen la libertad de hacer lo que quieren y todos se descontrolan con algo de respeto hacia los demás…”. No sé, una especie de filosofía barata hollywoodense podríamos decir.
Lo interesante llegó cuando me contó sobre su trabajo, o su ex trabajo a esta altura. Primero empezó contándome que hace un tiempo vivía en China, aunque en realidad su lugar de residencia por el momento era Taipei, capital Taiwán –para el que no sabe la historia de la República Popular China y la pseudo-independencia de Taiwán le recomiendo leer un poco al respecto y enterarse porqué esa isla que cruza el trópico de cáncer pelea por su soberanía hace más de 50 años. Estaba ahí, según él, por las mujeres y porque todos sabían hablar inglés. Aunque, como me comentó más adelante, aprendió a hablar en chino mandarín y logró conquistar varias chicas con las pocas palabras que memorizó. Después, y cuando mi charla y mis ganas le dieron más confianza, me contó sobre su ex vida en San Francisco. Por algún motivo parecía no querer hablar de su pasado, pero mi insistencia ganó por goleada y poco a poco empezó a soltar la lengua. En sus pocos años de vida –si no recuerdo mal tenía 26 años cuando tuvimos esta conversación- trabajó en Google, Microsoft y Facebook, y ayudó a empresas como BMW y Audi a crear sus sistemas operartivos para autos.
Claramente, y en pocos segundos, me di cuenta que estaba frente a un nerd. Un sabelotodo, un súper-dotado .y que se entienda que ninguna de estas palabras las digo con desprecio, todo lo contrario, con envidia… Cientos de preguntas se me ocurrieron aunque muy pocas terminé formulándole en nuestras horas de conversación: ¿Te dan comida gratis? ¿Hay juegos? ¿Pueden divertirse mientras trabajan? ¿Es como en la película The Internship? ¿Conociste a Steve Jobs, Larry Page o Bill Gates? Todas ridiculeces, pero hacían a nuestra charla y él reía mientras escuchaba como esas palabras en inglés salían de mi boca con una gran emoción.
Después de contarme su experiencia en los distintos mega-imperios cibernéticos, me contó de su mansión en las colinas de San Francisco, sus autos BMW –no sé muy bien de que modelos me habló pero me dijo que eran 3 y un Mistubishi de carrera- y como renunció a su trabajo. Ahí fue cuando mencionó por primera vez la teoría del “50 %”. Me preguntó si la había escuchado o si creía que con números se podía definir el destino de una persona… Me reí, y aunque no le creí mucho de lo que decía, decidí confiar e intentar entender esa teoría.
Me dijo que iba a intentar explicarla con una anécdota que vivió hace poco: fue en Las Vegas, la misma semana que renunció a su trabajo. Él y varios compañeros decidieron viajar la Ciudad del Pecado y apostar entre todos 3 mil dólares. No parecía mucha plata y mucho menos desde que me había contado que su garaje tenía tres autos de lujo y que había renunciado a los 26 años a su trabajo de los sueños. En fin, y como si se hubiese tratado de la película 21 BlackJack, me contó que él y sus amigos inspeccionaron cada una de las mesas de Bellagio. Las miraron detenidamente y se fijaron cuál era la más apropiada para jugar. No había una explicación lógica alguna –por lo menos para mí, simplemente se detuvieron en una y decidieron apostar su pozo completo. Según me dijo, algunas variantes de cartas en esa mesa hicieron que su instinto lo sentara en esa mesa del casino.
Después de casi una hora de juego, y habiendo apostado sus 3 mil dólares en unas pocas manos de cartas, habían ganado casi 30 mil dólares y todo gracias a su teoría, la del 50 %. Cuando le pregunté cómo había hecho y qué tenía que ver esa teoría con su impactante ganancia en el Bellagio, se limitó a responderme lo siguiente: “en la vida todo se define con riesgos, riesgos que uno toma para realizar algo. Eso puede salir tanto bien como mal, depende simplemente de un factor que puede cambiar una situación y transformarla en algo completamente diferente. Y esos factores tienen un 50 % de chances de variar. Hay que arriesgarse, pero hay que saber entender los momentos para que ese porcentaje siempre termine a tu favor…”. Si bien su explicación, y la pasión que tuvo al momento de contármela, fueron bastante convincentes, me pareció una teoría un tanto vaga. Qué se yo, no hay que haber estudiado en Harvard ni haber trabajado en Google para pensar que para obtener hay algo hay que arriesgarse. Y mucho menos pensar que de todo lo que uno hace sólo existe un 50 % de chances de que salga bien…
Pero bueno, esa noche decidí creerle. Decidí confiar en la teoría del 50 % y llevarla a la práctica. ¿Dónde? En AgaHa, uno de los boliches más importantes de todo Tokyo y el lugar que mi nuevo amigo nerd eligió para mostrarme la verdadera noche japonesa –esta era su quinta vez en la ciudad y prácticamente conocía casi todo.
Empezó como una noche más, una de esas que tenía todo para ser olvidada a la siguiente mañana. De hecho, pocos minutos después de habernos subido al subte que nos llevaba de Shinjuku a Shin-Kiba mis ojos se cerraron y disfrutaron, aunque sea por unos instantes, de una pequeña siesta pre-bolichera. Me desperté con las risas de mis nuevos compañeros de aventura –se nos sumaron tres alemanes que según dijeron llegaron a Tokyo buscando una de las mejores noches del mundo… Se reían, obvio, porque no eran ni las doce de la noche y yo tenía un pie más adentro de la cama que de AgaHa. Pero el ruido de sus pequeñas carcajadas no hizo más que despertarme, como otras veces lo hizo una lata de Red Bull, y me llené de energía para poder empezar la noche con todo.
Lo primero que hice cuando entramos al popular AgaHa –un mega-boliche con capacidad para 2 mil personas, tres pistas, pileta y restaurant adentro- fue probar la famosa teoría del 50 %. Mi idea era muy básica, y no sé si “Mr. Google” la hubiera aceptado, pero decidí arriesgarme igual. Fui a la puerta del vip y me anuncié como invitado. La primera respuesta fue un no, tenés que estar en la lista. 50 % de mis chances estaban agotadas, pero me quedaba una mitad que estaba dispuesto a encontrar.
Insistí diciendo que mi nombre estaba en la lista –entre mi inglés y el de la japonesa encargada del vip no hacíamos uno- y ella, un tanto ingenua, me mostró el listado de invitados mostrándome que el mío no estaba. Ahí fue cuando el 50 % de las chances se presentaron ante mí y se abrieron como un gran abanico. Busqué entre los nombres el más occidental y fácil de pronunciar, y me hice pasar por él: “Jones, David Jones” le dije señalándolo en la lista. “Ese soy yo” agregué con total confianza. Me miró una o dos veces, relojeó la lista, y la marcó. Me dio una pulsera que me hizo sentir importante por unos minutos, y me dio la bienvenida al vip. Adentro me esperaba una mesa enorme llena de alcohol gratis del más caro y exclusivo. A su alrededor unos 20 o 30 japoneses sentados riendo, fumando y bailando. Mujeres que parecían modelos, empresarios y hasta alguno que otro que podía aparentar ser un yakuza. Todo eso junto adentro de un pequeño cuarto donde todo parecía posible.
Un hombre de traje de unos casi 40 años me pregunto si quería tomar algo. No supe muy bien que responder, no sabía si iban a cobrarme o si simplemente era una invitación de la casa. Lo pensé unos segundos y volví a acordarme de la teoría… Podían traerme el trago y cobrarme, o dármelo gratis. No había mucha opción, pero una de ellas sin dudas iba a dolerme bastante. Decidí arriesgarme, y si iba a hacerlo iba a hacerlo con todo: “Un gin-tonic y una medida de sake por favor” le respondí en inglés esperando que me entienda. No hubo respuesta, simplemente una sonrisa y una larga caminata hasta la barra. Pocos minutos después estaba nuevamente enfrente mío pero esta vez con los dos tragos que le había pedido. ¿Tenía que pagarle? ¿Le preguntaba? ¿Me arriesgaba y me hacía el boludo? Opté por la tercera opción y deslicé un pequeño “arigato seimá” para demostrar mi agradecimiento. En menos de un segundo se dio vuelta y se trasladó a la siguiente mesa a atender a unas chicas. Sí, todo parecía ser gratis o por lo menos eso iba a creer por el resto de la noche. Y si no, invitaría mi nuevo amigo “David Jones” –que a todo esto nunca conocí, aunque quizás bailé y tomé toda la noche a su lado.
En una de mis escapadas al baño –había que recorrer casi una cuadra para llegar- me encontré con dos chicas españolas. No sé cómo pero inmediatamente se dieron cuenta que hablaba español –y eso que mi primera respuesta fue inglés… ¿o será por eso? Me preguntaron porqué tenía esa pulsera tan llamativa y les conté mi historia. Obviamente lo único que hicieron en los próximos minutos fue insistirme para que las lleve al vip y las haga entrar como mis invitadas. No lo pensé mucho, y de hecho creo que hasta David Jones me hubiese felicitado por esa movida, y volví a la tan codiciada puerta con mis dos nuevas amigas valencianas.
El primer intento fue fallido, me dijeron que si ellas no estaban en la lista no iban a poder ingresar, pero el segundo llegó con un poco más de picardía: me acordé que el amigo Jones estaba anotado con el símbolo “+7” y que eso debía significar en el idioma universal que podía invitar a siete amigos. Le dije nuevamente a mi ya amiga japonesa que ellas eran mis invitadas y que eran parte de mi lista. Miró detenidamente su hoja, volvió a preguntarme el nombre, y esta vez con una gran sonrisa y una especie de “perdón” en su cara les entregó las pulseras a las dos chicas. Ahora sí, ya no estaba sólo rodeado por japoneses y alcohol, sino que también me acompañaban dos españolas que disfrutaban igual o más que yo la “barra libre”.
Fue cerca de las cuatro de la mañana cuando Soraya, una de las españolas, se me acercó y me contó la mala noticia: “Pablo, me dicen que tenemos que pagar todo lo que tomamos. Me acaba de decir uno de los de la barra que el alcohol no es gratis”. Se me vino el mundo abajo. Todos los gin-tonics y vasos de sake que había tomado ahora tenía que pagarlos, ¡y no tenía cómo! Me acerqué a la barra intentando averiguar cuánto era lo que debía y cómo podía hacer para pagarlo. El hombre de traje que aquella vez me había traído mis primeros tragos me sonrío, me miró unos segundos con una cara extraña, y me señaló una mesa llena de japoneses. No entendí muy bien, pero insistía con su dedo así que decidí acercarme. Eran unas ocho personas, y entre ellas estaba una chica japonesa con la que había estado hablando al principio de la noche. En pocos segundos todos echaron un pequeño grito de felicidad y me hicieron un lugar en su mesa.
Me senté y entre palabras en inglés, señas y algunas risas les agradecí que me hayan invitado. La linda y joven japonesa se me volvió a acercar y a mi sorpresa me habló en un inglés bastante claro. Me explicó que era la novia de uno de los “dueños” de la mesa, y como le había caído bien y la había respetado, habían decidido invitarme los tragos de la noche. Nada de todo lo que decía tenía mucha lógica. Mucho menos después de haber tomado como si fuese un millonario y sintiendo las repercusiones de la gran mezcla de alcohol en mi cabeza. Pero algo en mí se sentía vivo, relajado, como si finalmente todo tuviera un gran sentido: entre charlas en inglés/japonés de señas, más shots de sake y algunos pasos de baile aventurados, volví a acordarme de las posibilidades en la vida y los pequeños riesgos de los que tanto me había hablado “Mr. Google”. A esa altura ya no me importaba si su teoría era un poco vaga, o si era un invento más de un egresado de Harvard; en ese momento lo único que podía pensar era en porcentajes, variantes y riegos. En ese momento entendí todo, y aunque ahora hasta suene parte de una gran fábula, le agradecí profundamente a la “Teoría del 50 %”.